Desde tiempos inmemoriales la migración ha ido acompañada de la tragedia. Particularmente cuando la desesperación se tropieza con la maldad. Cuando la impotencia se arroja en los brazos de una promesa cualquiera disfrazada de esperanza.

Tras un fin desgraciado se suele ocultar una organización de tráfico de personas. Aunque ilegales y perversos, no son los únicos responsables. La desventura comienza con infortunios económicos y sociales: la pobreza, la violencia, la falta de acceso a medicamentos o alimentos, la vulnerabilidad, la corrupción que repercute en carencias e inestabilidad.

A veces miramos y no vemos. Algunos titulares nos resultan muy distantes: 30 personas muertas en aguas helénicas en un intento de alcanzar las costas europeas; Más de 3,000 migrantes murieron en 2021 mientras intentaban llegar a Europa por mar; (también en 2021) Panamá recuperó y sepultó a 50 personas, pero los testimonios de los sobrevivientes hablan de una selva convertida en cementerio. A eso le añadimos las cifras que nos resultan más cercanas, las vidas sacrificadas en la frontera de México con Estados Unidos.

¿Podemos acercarnos más? A nuestro lado, en pleno Caribe, tenemos naufragios continuos, dolorosos, desgarradores. Hombres y mujeres, cada vez más mujeres y niños, cuyos nombres se diluyen en un número, en una estadística. Me golpea la nostalgia tratando de imaginar sus historias, sus sueños, sus planes, sus retos, sus riesgos. Citando a Sabina me atrevo a decir que hay lugares en que “las estrellas se olvidan de salir” y también parafraseándolo me arriesgo a decir: Pongamos que hablo de Haití.

Escriben Maribel Hastings y David Torres en una pertinente columna sobre la solidaridad hacia los migrantes que se “aplaude la solidaridad con los refugiados ucranianos ante la barbarie de Rusia”, pero se debe mostrar también “hacia refugiados de otras naciones y de otros colores, cuyas vidas tienen el mismo valor”.

Honremos la solidaridad caribeña. Somos un pueblo generoso y en este momento idóneo, urgente, debemos reiterarlo.