El Nuevo Dia

Cuando el poder político sucumbe

Eudaldo Báez Galib Abogado y Exlegislador

Los rumores —fuente eventual de realidades en Puerto Rico—apuntan a unos días difíciles. El gobierno federal, además de intervenir nuestro gobierno por incapacidad administrativa y tolerancia a la corrupción, vino obligado a inyectarse en nuestro sistema penal para responsabilizar a los que nosotros no.

Aunque siempre se han conocido actos de corrupción desde los gobernadores españoles hasta el 1992 —a título individual, aislados y sin mayores consecuencias sociales— es a partir del cuatrienio de 1992 que inició la crisis que nos ahoga. La corrupción, tanto en su modalidad de lucro personal como en la de las finanzas electorales, quedó institucionalizada y el inversionismo político profesionalizado. O sea, no ya actos individuales, sino estructurados, planificados y disfrazados.

Además, la reconfiguración de las finanzas electorales por el Tribunal Supremo federal, reconociéndole a las corporaciones el mismo derecho que a los individuos en materia de contribuciones a las campañas electorales, reformuló el inversionismo político en Puerto Rico. La reciente intervención federal en la financiación de la campaña de Pedro Pierluisi es un ejemplo de cómo se desarrolla una intriga aprovechando el desatino de esa opinión judicial.

Ya, pues, no es tan necesaria la estrategia de facturar según acordado, por las agencias de publicidad a empresarios los gastos de partidos y candidatos, como filtrar en las actividades masivas en banquetes y cumpleaños, a modo de boletos de entrada, sumas ilegales. Y, por supuesto, adiós a las “latitas” en los semáforos que vellón a vellón acumulaban, sorpresivamente, miles de dólares. ¿Resultado social? El pueblo se desconectó. La medida más precisa para confirmar que la relación entre el puertorriqueño y su gobierno sucumbió fue la participación en la última elección general. Hubo una reducción de treinta por ciento del número de votantes; y tanto el Partido Popular Democrático como el Partido Nuevo Progresista sufrieron mermas históricas, y la gobernación cuenta con el menor apoyo electoral en récord.

Es evidente que la clase política se divorció del pueblo. Se consolidó entre sí para protegerse y se instituyó en un ente laboral con beneficios marginales e inmunidades, sustituyendo el principio de “hombre (o mujer) de estado”, que dirige la política, por un funcionario a quien la política le dirige. Somos, ahora, un velero tirado a los vientos y sin timonel.

En fin, el ciudadano se pregunta “¿para qué sirvo yo en esta democracia?” “Contribuyo al estado con mi dinero bien ganado, para que se lo roben”. “Fuerzo la eliminación de líderes, para que luego los partidos los reivindiquen”. “Voto para que no se aumente el número de jueces en el Tribunal Supremo, y lo aumentan”. “Voto por la unicameralidad, y no hacen caso”. “Participo de plebiscitos, para luego conocer que fue por engaño”.

Ahora bien, la corrupción no es erradicable. Viene desde el mismísimo paraíso, cuando la serpiente negoció con Eva la fruta prohibida para incluir a Adán, o desde el inicio de la cristiandad, cuando Judas Iscariote —tan discípulo de confianza que estaba encargado de las finanzas del grupo— entregó a Cristo por dinero.

Sin embargo, sí puede manejarse para reducir sus efectos. Desde la unicameralidad, que permite a cada elector fiscalizar a un solo legislador en vez de cinco como ahora, la consolidación de alcaldías, la reformulación del Departamento de Justicia, la supervisión de la contratación gubernamental por un tribunal especializado como lo fue el tribunal electoral y cruzar los dedos para que el país produzca líderes de estado y no obreros de la política.

Decía Esopo: “Colgamos a los pequeños ladrones, pero elegimos a los grandes a puestos altos”. Por supuesto, hay mucha gente de buena voluntad en política.

OPINIÓN

es-pr

2022-05-19T07:00:00.0000000Z

2022-05-19T07:00:00.0000000Z

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