El Nuevo Dia

Digamos no al furor punitivo en Puerto Rico

Madeline Román Catedrática del Departamento de Sociología y Antropología de la UPR en Río Piedras

Cada cierto tiempo, la noticia en torno a la violencia y la criminalidad irrumpe en el espacio público y mediático casi como una manera de forzarnos a reconocer que estas no apuntan- como hemos entendido hasta ahora-a problemas personales de la gente sino a problemáticas estructurales, sistémicas y persistentes. Creo que ya es posible conceder que la violencia de género, el trasiego de drogas, la llamada criminalidad callejera o la corrupción, por ejemplo, no son asuntos que se puedan resolver encerrando a la gente, incrementando las penas y los castigos o fomentando el furor punitivo. La paradoja es que, a más gente vamos encarcelando, más se ahonda la presencia de la violencia en sociedad.

¿Cómo fue que la idea del castigo y de la pena quedó tan enraizada en la mente y en los corazones de la gente? De un lado, el entendido de que existe un sujeto con libre voluntad nos condujo a pensar que todo crimen remite a un “ser” en esencia criminal. Y, sin embargo, como es planteado por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche no hay un “ser” previo al hacer. Esto es, no hay esencias “criminales”, la persona no “es” de ninguna manera, sino que lo que hay es un acontecer donde -el día menos pensado- todos podemos activar los resortes de la violencia. Por ende, la pregunta que hay que hacerse es ¿quién se arroga el poder de castigar y por qué? Para Nietzsche “…fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”.

La deseabilidad del castigo quedó anclada también al establecimiento de una equivalencia entre el perjuicio percibido y el dolor (tanto daño perpetrado es igual a tanto dolor), de tal forma que el castigo termina descansando en la generalización de la crueldad y el placer de infringir dolor al otro: “llora como yo lloré… sufre, como yo sufrí…”.

Cuando caemos en cuenta de que el castigo no mejora a nadie y no resuelve el problema de la criminalidad, cuando dejamos de pensar en el castigo como única forma de atender el delito, estamos en posición de atender a la pregunta en torno a cómo propiciar la reparación del tejido social y singular que ha sido afectado por una situación o problema. El abolicionismo penal es, pues, una nueva forma de percibir los eventos que posibilita abandonar el lenguaje del castigo y de la pena en favor de una ética que propicie abordar humanamente la posibilidad de resolución de un conflicto x. Esta resolución debe ser ponderada por las personas directamente afectadas y por la comunidad una vez abandonada la codificación binaria que impone el derecho penal (legal/ilegal; víctima/victimario) y el sistema moral (bueno/malo) para dar paso al análisis de la complejidad e imprevisibilidad de los comportamientos sociales y personales.

Sin embargo, el abolicionismo no supone que la llamada “justicia popular”, comunitaria o extraestatal sea una solución mágica a la confiscación que hace el Estado del manejo de la violencia y la criminalidad pues lo extraestatal no tiene garantizada su radicalidad de entrada. Más bien trata de promover una reflexión profunda sobre nuestra lectura de lo humano en aras de arribar a una comprensión de las situaciones-problema orientada por el concepto de reparación. La pregunta entonces es, ¿de qué valores tendríamos que asirnos en aras de abandonar el furor punitivo?

La paradoja de nuestra sociedad es que, a más gente vamos encarcelando, más se ahonda la presencia de la violencia en sociedad”

OPINIÓN

es-pr

2023-02-02T08:00:00.0000000Z

2023-02-02T08:00:00.0000000Z

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